José Miguel Barahona Martínez
Psicólogo clínico y psicodramatista
Unidad de Salud Mental C.E.P. de Torrejón de Ardoz, Madrid
“Es en el juego y sólo en el juego que el niño y el adulto son capaces de ser creativos y usar el total de su personalidad, y sólo al ser creativo el individuo se descubre a sí mismo”.
Donald W. Winnicott
¿Qué es el juego? ¿Qué lo caracteriza? La respuesta no es sencilla. Parece ser que para que una actividad pueda llamarse juego ha de implicar tanto límites en forma de reglas que canalizan qué se puede o no hacer, como libertad e invención en forma de espontaneidad creativa.
Por lo que sabemos gracias a la historia, el juego abarca la práctica totalidad de la evolución de nuestra especie –y no solo de la nuestra-. Una vez satisfechas las necesidades fisiológicas más básicas, al surgir lo más propiamente humano, aparece lo que J. Huizinga acertadamente denominó el homo ludens.
Muchos adultos consideran erróneamente el juego como una característica exclusiva de la infancia, algo asociado a la inmadurez propia del niño en desarrollo, algo que el infante habrá de superar para enfrentar las tareas y responsabilidades “serias” del mundo adulto para convertirse en un individuo adaptado a la sociedad de la que forma parte. Lo lúdico como actividad “improductiva”, sin recompensa inmediata aparente, se señala como algo a abandonar en el paso a la edad adulta. Y nada más lejos de lo auténticamente conveniente: el juego que tiene una finalidad en sí mismo para el jugador (el placer, disfrutar de la experiencia en sí) es sobre todo el principal motor del aprendizaje, el elemento que nace de la curiosidad y mejor permite aprender nuevas conductas y ensayar roles en un espacio seguro, facilitando la comunicación y la relación con los demás.
El adulto sano desde esta perspectiva es aquel que se asemeja al niño sano; es decir, aquel que se da permiso para jugar y se entrega a vivir su experiencia en el presente, con plenitud. Un adulto sano se entrega al juego como actividad placentera para liberarse -o sustituir por algo más controlable y predecible- las tensiones y reglas impuestas por la cultura en una elección donde se actualizan sus potencialidades.
Cuando la persona va creciendo cambia el tipo de juego, se añaden componentes, el juego se vuelve complejo y diversifica pero no se altera la esencia de la actividad: la sexualidad, la cultura, el deporte, los videojuegos, los juegos de cartas o de mesa, las apuestas, los juegos de rol… Se crea un espacio interno y externo a la vez a modo de realidad “como si”, que permite suspender la repetición y la rutina cotidiana para hacer más tolerable los inevitables rigores de la existencia.
Cualquier padre se alarmaría con razón ante la no presencia o la inhibición del juego en sus hijos. Atendamos ahora al serio y responsable adulto y preocupémonos por aquellos que, independientemente de su edad, son incapaces de jugar, de sumergirse en el “como si” y tomar aire. Su bienestar está en juego, aquello que les hace únicos, su espontaneidad creadora, corre riesgo de ahogamiento.
Juguemos, juguemos todos. Porque todo es juego.