Cuando se trata de adultos, el juego es un concepto que se tiende a considerar banal, carente de importancia, prescindible, raro e, incluso, peligroso. Ésta es la razón por la que algunos buscan eufemismos para catalogar a los juegos “respetables”; por ejemplo, el deporte —desde el fútbol al ajedrez— o los serious games para los juegos o actividades formativas. En mi opinión, este esquema mental nos limita, ya que nos hace priorizar la apariencia sobre el contenido. Porque el valor añadido de una actividad, técnica o método no reside en su anglicismo correspondiente, sino en el potencial de beneficio para la vida de las personas y la convivencia en las empresas.
La vida, dicen, debe ser algo muy serio. Vivimos repletos de tareas, responsabilidades y retos. Por lo menos, desde que nos hacemos adultos. Y quizá no se equivoquen. Sin embargo, la seriedad no es lo mismo que la solemnidad, aunque confundamos muchas veces los conceptos. Seriedad es hacerse responsable de uno mismo, solemnidad implica aceptar una existencia gris y pesada. Y, ante ese esquema que tanto estrés nos genera, los juegos de rol son un revulsivo, además de una herramienta muy potente para el crecimiento personal.
¿No sería entonces más interesante dejar de buscar eufemismos marketinianos para los juegos de rol y enfrentar directamente los prejuicios de aquellos que nunca los han experimentado? Yo creo que sí. Y por eso estoy aquí, como coach personal y de empresa, contándoos mi experiencia rolera.
Si habéis tenido la ocasión de cruzaros con alguno, sabréis que a los roleros nos gusta intrigar a los profanos con nuestras fantasías encarnadas. Nos gusta contar que hemos vivido mil veces, en lugares que jamás podréis soñar, que hemos tenido mil rostros y voces, tantos nombres diferentes que ya no atinamos a recordar; que hemos visto Roma caer y colonizado planetas remotos allá donde los soles se estaban consumiendo; que hemos sido héroes y villanos, astronautas, científicos, brujas, exploradores, mujeres fatales, agentes secretos, cortesanos, magas, vampiros y reinas; que nos hemos enamorado más veces de las que podríamos contar, que hemos descifrado runas arcaicas o descubierto monstruos submarinos, que hemos cerrado negocios millonarios para arruinarnos un poco más tarde, o que hemos muerto envenenados o apaleados para despertarnos después con una sonrisa y mirada renovadas.
Y, sin embargo, en esta intriga que a veces nos damos hay una trampa. Porque los roleros ni somos raros ni estamos locos —al menos, no necesariamente—. Algunos somos serios, otros no lo somos tanto. Pero lo que hacemos cuando jugamos al rol es desprendernos de ese formalismo solemne que tanto nos limita, que tantos techos y muros nos pone en el día a día.
¿Desde cuándo los sueños o la imaginación dejaron de formar parte de la vida? ¿Y qué papel juega el rol en todo esto?
El rol llegó, como marca el tópico, en un momento confuso y complicado de mi vida. Empecé, como casi todos, jugando campañas de aventuras, en este caso del mítico D&D. Aquello supuso para mí una auténtica revolución interior, llena de diversión. Por una vez, se me otorgaba el placer de abrir un libro y elegir quién quería ser, sin consecuencias en la vida, sin miedo al fracaso o error. De aquella época guardo recuerdos inolvidables y muchas sorpresas sobre mí misma. Más adelante empecé a enfocarme, poco a poco y con muchos intervalos temporales, en partidas más serias, aunque no en ese sentido de solemnidad. En mi caso, el rol era una herramienta que abría los horizontes de mi mundo. En aquellas partidas empecé a atreverme a interpretar más, a conectar más con los personajes, siendo cada vez más coherente en su construcción y desarrollo. Por eso, además de seguir divirtiéndome muchísimo, con el rol pude mejorar mi capacidad para explorar y gestionar mis emociones y a averiguar que sabía hacer muchas más cosas de las que creía; y también, que los límites estaban mucho más lejos de lo que pensaba. Esto repercutió directamente en el desarrollo de mi creatividad, aplicada a mi vida cotidiana y también al desarrollo de mi capacidad resolutiva en el plano profesional.
Y, aunque nunca he dejado el rol de mesa, hace tres años, el rol en vivo llegó a mi vida. Llevaba tiempo siguiéndole la pista, pero no me había atrevido antes porque le tenía tantas ganas como pánico. De hecho, hizo que me enfrentase de forma directa a algunos de mis peores demonios. En aquella época yo creía que mis habilidades sociales eran entre terribles y patéticas, que sólo sabía relacionarme en petit comité y con gente de confianza. Pero a través del rol en vivo aprendí de mí misma, entre otras cosas, que hacerlo mal o equivocarse, lejos de ser malo, puede ser divertido; de que era capaz de comunicarme con fluidez en diferentes registros (incluso con desconocidos); o de que se me daba bien negociar o tomar decisiones complicadas en un corto espacio de tiempo. Por supuesto, esto hizo de mí una persona más empática, asertiva, extrovertida y alegre.
Cada vez que juego una partida de rol, siento como si me encontrara en un laboratorio social, en el que explorar diferentes facetas de personalidad, y compartiendo la experiencia con los demás. Es decir, crecer como ser humano pasándolo muy bien. Porque cuando te haces mayor, la diversión sigue siendo igual de importante que cuando somos niños. Por otro lado, jugar con otras personas al rol desarrolla vínculos emocionales muy potentes. A más de uno le sorprendería la cantidad de parejas que se han conocido roleando, o las grandes amistades que se han fraguado en estos contextos.
Por eso, creo que el rol es una actividad de team building (sí, seguimos con los anglicismos), que todo equipo debería probar al menos una vez, independientemente del sector de actividad, de sus objetivos establecidos o de la idiosincrasia de las personas que lo conformen. Porque un equipo que ha jugado un rol en vivo puede decir que vivió la experiencia de compartir otra vida con sus compañeros, que ha tenido la oportunidad de conocerles en un contexto diferente, ejerciendo otra función, rompiendo prejuicios y tensiones, así como descubriendo sinergias y humanizándose.
Sobre esto el equipo de Despertalia sabe mucho. Y para mí es un honor poder contar con ellos como colaboradores en mi labor de coach de empresa y equipos. Porque el juego no es cosa de niños. En todo caso, se trata de un recurso para aquellos que deseen desarrollarse y, como mínimo en el mundo empresarial, todos perseguimos este objetivo. Independientemente de los parámetros que empleemos para valorarlo, es evidente que crecimiento y satisfacción personal, así como la armonía entre los equipos repercute directamente en nuestro desempeño tanto o más que los conocimientos técnicos o la capacidad individual de esfuerzo. Posiblemente, porque ya nadie puede negar que la salud y la felicidad de los empleados es directamente proporcional a la calidad del servicio ofrecido y ésta, a la satisfacción del cliente y los beneficios.
No conozco a nadie que haya jugado al rol y no haya descubierto nada, por pequeño que sea, sobre sí mismo. Porque la diferencia entre un juego de rol y cualquier otro juego es que cuando juegas al rol no te expones, o si lo haces, es en una medida mucho menor. No eres tú quien habla, siente o actúa, sino tu personaje. Éste es el catalizador perfecto si tenemos miedo a salir de nuestra zona de comodidad y un fantástico primer paso para trabajar cualquier competencia o habilidad social. Y es en ese espacio de relajación donde podemos empezar a construir recursos de los que beneficiarnos también más allá del momento de la partida. Por eso, si eres rolero, te invito a que compartas qué beneficios concretos ha tenido el rol para tu vida con aquellos que no lo conocen; y si no lo eres, es muy simple: te invito a que lo descubras, y más aún si has tenido la suerte de cruzarte en tu camino con el equipo de Despertalia.